Me intriga cómo se tomaría él el supuesto desastre dramático que sin querer (por querer, por dejar de querer, por tener otra forma de querer...) he provocado.
Lo único que sé es que me acompaña más que nunca. Paso muchas más horas cerca del cuadro que le pinté, y veo en mi mesilla, junto a su reloj, una de las últimas fotos que le tomó Elizabeth, donde está sonriendo. Lo veo más veces, me ve y me escucha. Lo siento muy aquí en mi nueva habitación provisional: la roja y gris. A juego con los colores de su bata.
De las paredes azules a las rojas... eso duele (pero lo que no mata me fortalece). Me protegen la manta blanca de manchas negras, y los dos corazones rojos (que guardan un sobre de sueños para invocar a la magia). El rojo me da el dolor de la sangre, pero me hace sentir más viva que nunca. Estoy con mi soledad gris. Pero también me acompaña una ausencia blancazul (presente las 38 horas del día)...
...Y antes de apagar la luz: miro esas manos que siempre me conmueven llenándome de tiernos recuerdos, y para compensar la debilidad de cada día me regala la fuerza que brota de sus venas.
Abuelo, comenzaste a existir en mi memoria... y aquí sigues.
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